alfajor en falta: un blog pensado para hacer de la distancia algo virtual.

25 de junio de 2009

Caramutti

Caramutti, llamado así incluso por sus amigos, es un tipo pragmático. Decidió emigrar, temporalmente, para luego volver a la Argentina, pero trayendo suficiente dinero como para mejorar sus condiciones. Sólo estaría afuera por dos años, en un sitio del que apenas tenía una referencia, eso sí con un contrato generoso. Su proyecto no podía fallar, era simple: guardar todo —o casi todo— el dinero que cobraría (además del sueldo, le proveían comida y alojamiento) y retornar con la bolsa llena, para dedicarse a algo —ya vería qué—, probablemente, en el sur del país.
Seguramente aquello a lo que se dedicaría a su vuelta no se vinculaba con la medicina. Caramutti, que no era ningún improvisado en la vida, tenía una inteligencia destacable y su educación formal conocía de títulos por encima del de grado. Su habilidad para diagnosticar a partir de meras imágenes, lo habían colocado en un sitio de razonable prestigio.
Igual no estaba satisfecho. Buscaba algo nuevo. Irse a este sitio significaba ganar de golpe (o, en rigor, en dos años de golpes) la friolera de medio palo verde, libre de impuestos. Cómo es posible esto? Parece que en el África, en un país de habla hispana —porque fue colonia española— existe actualmente un dictador, de esos sangrientos, que construyó un hospital, que no sería del Estado sino de él mismo, que tiene un convenio con otro Estado —más desarrollado— para becar a alguna gente (nadie en aquel país puede pagarlo) y ofrecerle novedosos tratamientos. Como ningún médico iría por algo más de lo que gana en su propio país, se ofrecen estas condiciones, una muy buena retribución y la vuelta en un plazo cercano. Dónde está el negocio del hospital? Who knows.
-debe ser un lugar donde experimentan con seres humanos, deben probar vacunas contra el HIV, y otras medicaciones, todo en forma clandestina! exclamó el ruso (al que sus amigos llamaban así —su apellido era más difícil de pronunciar que el del Caramutti), y sólo mereció un gesto de desaprobación.
A esa reflexión siguieron otros intentos de disuasión:
-ojo, no sea cosa que te hagan como a las chicas que traen engañadas del norte, te dicen que te pagan 100 y después te descuentan 98 por casa y comida.
–está todo incluido.
–bueno, puede haber sutiles cambios, quizá días antes de volverte te metan un escorpión en la habitación, no quede más suero en el hospital y aparezca un chamán que te lo vende por medio palo.
Nuevo gesto de desaprobación de Caramutti.
Finalmente, una amiga:
-no habrá mucha violencia, quizá no puedas salir a la calle.
Tras el mismo gesto, pero con más fastidio, Caramutti agregó:
–sí hay violencia, después de las seis de la tarde no se puede ir a ningún lado y antes de esa hora, sólo en el barrio protegido, que es donde está el hospital. Para moverse por los caminos, no son siquiera rutas, hay que saber con quién y cuándo, ahí veré, de última me quedo dos años en el barrio del hospital (por su forma de ser, esto era imposible, seguro saldría).
De todos modos, ningún argumento lo convencería de desistir. Y además, por qué sus amigos querrían que desistiera. Era buena plata, a Caramutti le gusta conocer lugares distintos y remotos, los riesgos podían ser mayores, pero era su decisión tomarlos.
Así que todos se convencieron de que su proyecto estaba muy bien, que lo extrañarían, pero que no dejara de aplicar, que seguro ganaría ¡con sus antecedentes!, que probablemente allá le ofrecieran millones para quedarse luego de salvar a un hijo del dictador, etc. etc.
Un mes más tarde, recibió un correo en el que le agradecían haber aplicado. Por el momento los cupos están llenos. Pero lo mantendrán informado sobre nuevas convocatorias. Caramutti, por ahora, sigue aquí.

5 de junio de 2009

banner plan

Internet permite divagar o, según se vea, distraerse. Quizá permita cambiar la vida.
Lo cierto es que Lucio estaba harto de ingresar los datos sobre el detergente concentrado, que había recabado algún joven estudiante de algo, encuestando a una señora entrada en años y, luego, volcado poco prolijamente en una planilla estándar.
Como casi todas las jornadas, Lucio se quejaba, para sí, de esa característica falta de prolijidad de los jóvenes de hoy, y recordaba que en sus inicios en la consultora, cuando aún estudiaba, él era mucho más detallista y meticuloso que los jóvenes de ahora; su letra era legible, su ortografía rayana en el ideal, y encomiable su habilidad para no salirse de los casilleros preestablecidos.
Además de quejarse, Lucio, como casi todas las jornadas, tejía hipótesis conspirativas, clasificando las encuestas en tres categorías, las genuinas, las falsas y las mixtas (estas últimas, una rareza que le ocurría cuando se convencía de que ciertos formularios tenían un punto de inflexión entre el trabajo honesto y el llenado espurio). Con base en una adaptación libre de su propia experiencia, especulaba que ante una sugerencia más o menos explícita de alguno de los sujetos intervinientes en la encuesta, el joven estudiante y el ama de casa conocedora de detergentes se dedicaban a mejores menesteres. Según esa especulación, luego, el joven, completaba los casilleros pendientes de acuerdo a lo que él creía que su encuestada-encamada contestaría.
Volvamos. Internet permite divagar. Y si bien Lucio ya divagaba sin la internet, harto de la mentira del encuestador (al que nunca denunciaría ante su jefe, claro), se conectó a un diario on-line para ver qué titulares aparecían. Lucio es uno de los pocos privilegiados de la jerarquía intermedia que tiene acceso a la red en su terminal. Es que tantos años para la consultora no sólo le aseguran no ser despedido (su indemnización supera los meses por cobrar), también le dan este tipo de privilegios. En el Chat tiene 6 contactos con los que raramente tiene interés en conectarse. Prefiere el diario. Mientras miraba las noticias los banners lo distraían. Uno de ellos logró su cometido; vendían una casa en Junín de los Andes a la que accedía con sus pocos ahorros. No había más que pensar, en estos días tomaría parte de las abultadas vacaciones pendientes, en su casa alegaría un viaje de trabajo que, pese a no resultar creíble —nunca tuvo uno—, nadie cuestionará y se iría a Junín. Constatada la papelería de rigor, y el estado de la cabaña, la compraría tras un ligero regateo. En pocos meses, ni bien se jubile, se irá a vivir allí, con su jubilación y algún ingreso por el alquiler a turistas de los cuartos libres, llegaría a fin de mes. Sólo le fastidiaba tener que hablar con esa gente, pero era mejor que hacerlo con los suyos. El plan incluía el modo de fugarse, una pequeña venganza tal vez. Simplemente desaparecería, sin avisar nada a su mujer (reducida a involuntaria compañera de residencia), ni a sus hijos (que incluyen sendas nueras), con quienes sólo lo une la distancia. Lucio cargó a desgano lo que quedaba de encuesta, tomó el número de teléfono del aviso y se fue relativamente contento. Tenía un banner plan.