alfajor en falta: un blog pensado para hacer de la distancia algo virtual.

29 de abril de 2009

El que se va sin que lo echen

Una vez más estoy por acá. Y una vez más tengo esa mezcla de sensaciones tan difícilmente explicable. Por supuesto, está principalemente la idea de llegar a casa, ni bien pisás Ezeiza (e inclusive antes, en la sala de preembarque de donde quieras que salgas, cuando ya tenés a esa montaña de argentinos esperando el avión). También está el recuerdo de cómo estaba Buenos Aires cuando te fuiste la vez anterior. Y con el recuerdo, las comparaciones con lo que te encontrás ahora (y, sobre todo, con lo que te esperabas encontrar). Evaluás las coincidencias y las sorpresas (buenas y malas) y te aclimatás siempre mucho más rápidamente de lo que esperabas. Unos pocos días y la sensación general es como si jamás te hubieras ido. Después quedan los detalles, los precios de algunas cosas (antes, por lo barato, ahora por lo caro), negocios que ya no existen, torres ya construidas donde antes no había nada, más torres construyéndose, etc. Y las calles cuyo nombre ya no me acuerdo.
¿Cuál será mi sensación en dos semanas más?

20 de abril de 2009

un deseo. una bienvenida

No lo despertó, como casi siempre ocurre, esa mecánica corporal que lo lleva a abrir los ojos unos minutos antes de las siete de la mañana, evitándole al reloj su programado desgarro sonoro. Lo despertó, en cambio, cierta ansiedad y, también, cierta alegría —no es común que se permita estar alegre, pero este día lo estaba—. Sus pasos sobre la alfombra de la habitación sonaron distintos, eran el eco de un caminar decidido y firme. Ya en el baño, dejó caer el agua caliente sobre su cuerpo por algunos minutos más que lo habitual, un pequeño lujo tras eliminar todo vestigio de transpiración. Es que las obligaciones habían quedado suspendidas, y la vuelta a ellas era imperceptible, tras el viaje que estaba por comenzar, y ya se disfrutaba.
El café, olía y sabía bien, como siempre, pero el contexto permitía disfrutarlo un poco más. Reparó, para su agrado, en los sonidos rutinarios: la cafetera chocando con la taza, la taza con el plato, el plato con la mesa; todo era un preludio armonioso.
También disfrutó del viaje hasta el avión que lo llevaría a destino. Condujo su auto al aeropuerto —según sus cálculos, convenía dejarlo estacionado allí que abonar por un servicio de remise— y la ruta se mostró apacible; antes, subirse y ponerlo en marcha aportaron lo suyo: el tablero azul, frente a la poca luz de una mañana que no se decidía a llegar, invitaba a jugar, podía ser un avión de guerra, una nave espacial, una auto de fórmula uno, o todo a la vez. Invitación aceptada. En el vuelo, disfrutó de la comida (lo que no es fácil), como si se tratara de la que sirven a quienes viajan en un asiento de primera, luego se acurrucó y durmió placidamente, sabía que en breve empezaría lo mejor.

16 de abril de 2009

La ilusión

Volveré a iniciar un relato, con el pasaje de un alimento por la garganta, sepan disculpar la reiteración. Es que he experimentado, hace instantes, una sensación que me provocó este vuelco al teclado (otrora pluma).
La cuestión es que, alguien, cuyo vínculo con mi jefe desconozco, lo vino a visitar. Por algún motivo (seguramente, vive en Perú, o fue de vacaciones allí), le trajo chocolates peruanos (de una fábrica cuyo website es: www.chocotejasdulciana.com.pe). Gentil, me convidó uno. Cordial, acepté. Fui a la cocina, coloqué digno café de filtro en una taza de loza (lógico, en estas latitudes), agua fría en una copa de vidrio y volví a sentarme frente a la compu para seguir con el trabajo y, a la vez, saborear el chocolate y el café.
El envoltorio era estándar para chocolates de free-shop, un envoltorio internacional (o global), podría decirse. Lo quité. Tomé el chocolate con la mano y lo mordí. Por algún motivo, las conexiones nerviosas llevaron al cerebro, en primer lugar, aquello que mis ojos vieron y, recién unos segundos más tarde, lo que mis papilas sintieron o saborearon.
Se veía un baño de chocolate, sobre una pasta (de apariencia también chocolatosa) que contenía unas nueces y algo parecido al dulce de leche. Sentí satisfacción. Mi cuerpo creó un sabor virtual, y yo ya podía percibirlo: auténtico chocolate, con nuestro dulce de leche y nueces. Era como cuando uno cierra los ojos y siente debajo (o arriba, según se prefiera) a Marcela Kloosterboer. En ese climax llegó lo que podríamos denominar la fase 1 del sabor (un ligero descontento). Es que, el chocolate no era lo que esperaba —no era un chocolate al gusto nuestro—, pero se podía comer. Algo más dulzón de lo ansiado, se parecía a chocolate barato de kiosco, con más grasa que cacao. Pero al cabo de unos instantes empezó a llegar la fase 2 del sabor. Lo que quienes hablan de vinos llaman, según recuerdo, “retrogusto”. El chocolate (o, a esta altura, diría “eso que comí”) ya estaba adentro. Y mi boca, vacía de sólidos, comenzó a experimentar un dejo de irritación, las nueces tomaron el gusto de flores marchitas, todo se inundó de un vaho a leche condensada, tan meloso y cursi como un disco de Luis Miguel. Hice, rapidamente, buches de café y agua, y pude, al menos, controlar la situación: vomitando la experiencia en este papel en lugar de hacer lo propio con el chocolate en el baño.
Ahora, me pregunto, será que es difícil hacer buenas cosas y que, en cambio, no lo es copiar sus formas, colores y consistencias. O será que el gusto propio de los ingredientes, por el agua del lugar, la altitud sobre el mar y vaya a saber que conjunto de cosas, hace irreproducible el sabor del terruño. En NYC, una vez, me pedí un helado, que de pinta era bueno, y su gusto era inexistente, era como comer la nada misma (lo cual, es menos malo que lo que me pasó hoy, claro). Quizá un yoni prueba un helado de acá y le empalaga, y añora el de su tienda de chico… que se yo.